Aquella noche
conocí a un hombre que me recordó a ti, con la perspectiva que dan –si la dan–
los años que pasan. Pretendía enjaular al Sol, ponerle grilletes y azotarlo con
rayos de Luna. Me dijo que era una causa poética. Un acto de insumisión. Una rebeldía
azarosa. Me pareció cursi. Un poco empalagoso,
incluso. Se lo hice saber y se ofendió como si nos conociéramos de hace
tiempo. Me callé, precisamente por eso. El tiempo y yo nos metemos en líos por
no detenernos –a tiempo–. Me callé y presté la atención deseada. Pareció
notarlo y sacó una partitura poética de debajo de la lengua. La lengua que
hablaba y la que se movía no tenían nada en común. Era tan atractivo que podía
haber estado callado un rato. Pero su lengua quería llegar a un sitio para el
que no estaba preparada. Me fui a dormir cuando la camarera apagó las
estrellas. Lo dejé ensoñando un baño de nubes estelares. Al día siguiente mi
cara de sueño y mi cuerpo recién levantado salieron de paseo temprano, guiados
por la correa de Isla que, zalamera, daba los buenos días al mundo con sencillos
lametones al aire. Un operario del ayuntamiento grapaba con esmero las aceras
al suelo. Los filamentos de las bombillas contagiaban sus bostezos al
dobladillo de las esquinas y su súplica de oxigenarse a las flores más
perezosas. Yo todavía llevaba pegada en la nuca la respiración de nuestro
último encuentro. No llovía sobre el mundo, pero sí sobre mi cuello. Caminé con
Isla al borde del mar. Era noviembre y aún no llegábamos tarde a cualquier
sitio. Al pasar por delante del bar el hombre poético estaba en aquella misma
terraza con cara de circunloquio. Sentado a la deriva una pequeña palmera en
flor le daba sombra y los buenos días. Guardaba en el lagrimal semillas de
cilantro. Me miró y dijo “Definitivamente las jaulas sólo son para los sueños.”
Por no llevarle la contraria Isla le hizo pis en un pie y su despreocupación
canina nos sacó de allí enseguida. Antes de entrar en casa oímos a lo lejos el
estruendo de un sueño que se cumple. Isla soltó un ladrido. Los perros saben de
estas cosas. Las huelen de lejos. Las ven de cerca. Yo me suelo enterar cuando
ya pasó todo. Me despierto en las películas cuando ponen las letras del final.
Esas letras están hechas para la gente como yo “Uy, llegué a las letras”. Y parece
que estamos menos perdidos. O nos lo parece a nosotros. Los perros en cambio
parece que saben siempre a donde van. Y aunque no lo sepan siempre llegan a
algún sitio y se alegran. Son como el Sol al mediodía. Se alegran. El Sol. El
mediodía. Los perros. La alegría. Me pregunto si el hombre que me recordó a ti
es de los que ladran o de los que se alegran.
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